jueves, 30 de junio de 2011

Hacer montañismo en el Himalaya sin sufrir penurias.

Monjes porteadores
Cuando tenía veinte años unas amigas me propusieron hacer el camino de Santiago y aun lamento no haberme unido en su aventura. Caminar más de diez días seguidos con mochila al hombro no era mi idea de unas buenas vacaciones. Siempre había relacionado las vacaciones con no hacer nada, playa y sol. Me atraía muchísimo más el mar que la montaña y fácilmente podía encontrarle la explicación en un pequeño trauma infantil.
Mi padre había intentado inculcarnos desde pequeñas el amor por la montaña y la naturaleza y con diez años nos obligaba a hacer caminatas de más de veinte kilómetros en las sierras de Cazorla y Gredos. En aquel momento lo sentía como un auténtico calvario, me daba la impresión de no disfrutar lo que veía y de estar deseando estar tumbada frente al televisor o con mis amigos jugando. Durante años tuve aversión a caminar pero cuando quemé la etapa de salir de marcha todos los fines de semana, comencé de nuevo a dar paseos y descubrí la paz que uno siente al estar rodeado de naturaleza, quizás lo más cercano que uno puede estar a Dios (si se cree en el) o a la perfección.
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